Abrí la caja y recordé que había pasado mucho desde la última vez que habíamos hablado. El espacio entre los dos era enorme ahora y el tiempo se había convertido como una especie de bosque en el que era imposible penetrar. La caja era eso que me quedaba de aquellos días en los que amanecíamos mirando el sietecueros que hay afuera de la ventana.

El sietecueros ya no está justo debajo de la ventana; ha crecido y ahora va hasta el piso de arriba. Antes competíamos por ver quién podía sacar la mano por la ventana para agarrar la flor más próxima. Tu mano regordeta no lo lograba porque apenas llegaba a la rama esta se sacudía tan fuerte que la flor caía al pavimento. Ahí salía yo por la ventana, me estiraba un poco y tu me tenías agarrado por la camiseta. Yo atrapaba la flor, la metíamos al apartamento y la poníamos en un vaso con agua. Hoy acabo de robarle una flor al sietecueros, pero ahora simplemente es abrir la ventana y tomar una del alféizar. Ahora el sietecueros me deja las flores en la ventana y yo he aprendido que esa es nuestra manera de llevar los días, de hablarnos y de saber que ambos estamos presentes aún. El sietecueros y yo seguimos jugando y él me ha facilitado el juego. Él ha crecido y yo lo he visto crecer. Yo he estado aquí todo este tiempo y sigo con el vaso de agua preparado para poner su flor morada. Me alegra que el sietecueros haya notado tu ausencia.



En la caja hay una piedra que te traje después de uno de mis viajes. La historia de esa piedra es particular. Tomo la piedra en las manos y recuerdo cuando estaba ahí solita a la orilla de un río separada de otras piedras. Era como si el río la hubiera arrojado lejos y con furia. Una piedra que no quería ser piedra sino pez. La tomé y la guardé en el bolsillo del pantalón. Sin darme cuenta del tiempo que había pasado, ya en el camino de regreso después de un mes de viaje, volví a encontrar ese pantalón y ahí estaba esa piedra-pez. Decidí poner la piedra-pez en un vaso de agua; después de todo, yo estaba en un hotel, no había un sietecueros cerca y había que mantener las costumbres. Ese día te pensé mientras veía la piedra nadar en el fondo del vaso. Entre la flor y la piedra no había mucha diferencia, solo que una era más pez que la otra. Me preguntaba cómo le habrías robado las flores al sietecueros y si habrías mantenido el vaso de agua lleno. Piedra-pez y flor eran lo mismo ahí en el agua. Los vasos de agua son los mismos aquí y en cualquier otro lado.

Ahora la piedra-pez está en mi mano y mi mano en la mesa del comedor del apartamento. Trato de leer la piedra a ver si es una carta que me mandas, a ver si en la superficie hay un mensaje de algún tipo. Trato de ver si hay algún símbolo. No, no hay nada. Solo estamos la piedra-pez, la caja y yo. También está el sietecueros de la ventana que ahora tiene la costumbre de chocar contra el vidrio. Así es como sé que me habla, que me dice cosas y yo callo y escucho. No es fácil entender dónde comienza y dónde termina la piedra-pez. ¿Alguna vez trataste de verla toda con cada detalle sin saber si estabas viendo lo mismo una y otra vez? ¿Alguna vez trataste de encontrarle su norte? ¿Alguna vez trataste de conocerla detenidamente para darte cuenta de que tiene un orden? No es fácil trazar un camino y detallarla por completo, pero yo la aprendí a conocer con el tiempo.

A veces cuando dormíamos y yo me despertaba con la preocupación de que las noches se nos hacían muy largas, me arrastraba en silencio hasta la sala y sacaba la piedra-pez de su vaso con agua. Prendía una lámpara y empezaba a detallar a la piedra-pez. En esas noches empecé a conocer a la piedra-pez y yo la miraba y formábamos una sombra contra la pared blanca de la sala. Así jugábamos ella y yo a sentirnos, a hablarnos en la penumbra de la madrugada y mientras tanto yo pensaba en que me pesaba el pecho porque apenas eran las 2 de la mañana. La piedra-pez tiene un punto marrón justo en la mitad de una de sus caras. Desde ese punto empecé a calcular las demás caras. Otra de sus caras tiene una pequeña rajadura, en la otra hay una hendidura y en la última tiene una mancha gris. Después de visitar a la piedra-pez yo volvía a la cama con el corazón mas liviano y las noches mas cortas. Te pasaba el brazo por la espalda, me acercaba a ti y cada día te parecías más a la piedra-pez. Una noche dormí contigo pensando que eras la piedra-pez. El estómago se me revolvía de vez en cuando y no sabía qué era. Se me erizaban los vellos de la espalda y no sabía qué era. Tú dormías esas noches largas y yo pensaba en las caras de la piedra-pez.
La piedra-pez*
*con obras de Lee Ufan y Agnes Martin
Un día decidimos comprarle una pecera. Tú trajiste la pecera de la floristería del barrio y yo la llené de agua. Pusimos la piedra-pez en el fondo y la decoramos con flores de sietecueros. Yo volvía en las noches y le contaba a la piedra mis secretos y tú dormías esas noches largas y la piedra-pez y yo. Yo le susurraba a la piedra-pez mirando por la ventana. Yo le susurraba a la piedra-pez mirándome las medias sobre la alfombra. Al final la agarraba y cerraba la mano y yo sabía que no te iba a contar nada. Ella regresaba a nadar al fondo de la pecera y yo volvía a la cama, me ponía las cobijas encima, te pasaba el brazo por la espalda, me sonaba el estómago, la luz de la luna que entraba por la persiana, el silencio de la noche, yo dormía, yo despertaba y yo en la mañana del día siguiente. Al otro día la piedra pez estaba ahí en el fondo y nosotros desayunábamos mirando por la ventana. Café, tostadas, mermelada y viento de 7 de la mañana.

Otro día llevábamos la pecera a la habitación pensando que estaría más cómoda y nosotros también. Entonces la pusimos en el aparador que estaba frente a la cama. De nuevo tú dormías y yo miraba la piedra pez como hablándole porque no podía escapar a la sala. Yo le hablaba a la piedra-pez con la mirada, como pensándola y pensándote, como esperando a que ella saliera de la pecera para introducirse en ti.

Con el tiempo empecé a temer que la piedra-pez te contara todo lo que le decía. Pensaba, mientras hacía la comida, que le había contado muchas cosas a la piedra-pez y si le preguntabas por mí. Si lo hubieras hecho, ella me hubiera dicho. La verdad es que nunca pude saber si eras capaz de hablar con la piedra-pez. Hoy creo que eso nunca fue así porque, de lo contrario, la piedra-pez no habría vuelto en la cajita de la encomienda.

A veces en las noches pensaba en el silencio que hacía, pensaba en tu cara contra la almohada así como suspendida fuera de toda discusión. Yo miraba al techo e imaginaba que él me miraba y se topaba con esta cara mía de contemplación nocturna.

Las noches no solo eran largas, el aire de esas noches pesaba en el cuerpo. Te tocaba la espalda, te veía la nuca, pensaba en el sietecueros, pensaba en el tiempo, pensaba en la piedra-pez, pensaba en tu respiración ligera en medio de este aire pesado de la noche larga. Yo me recogía y pegaba los muslos contra el estómago, me hacía un punto de carne contra la cama. Yo era un espacio recogido y esperaba a que amaneciera dentro en un sueño que no era como el tuyo. Mi sueño era una ausencia frágil, como si me pudiera despertar el sonido de una aguja el caer. Fue en una de esas noches que dejaste de parecerte a la piedra pez.


Ese día cenamos, yo había preparado la comida. Habíamos abierto una botella de vino y habíamos puesto a nuestra piedra-pez en el centro de la mesa. La piedra-pez era como un pararrayos puesta ahí. Ahora que lo pienso, tú me hablabas y te escuchaba comer, te veía masticar, te veía los dedos al tomar los cubiertos y la copa de vino. También podía ver la sombra de tu cara en la pared contra la luz de la vela. Te veía la nariz, la sonrisa y te veía parpadear. Algo en mí no lograba coger la imagen. La mirada no lograba agarrar el objeto de su atracción. Tú te me esfumabas, te ibas poniendo más opaco. Yo solo podía verte ahí y luego a la piedra-pez.

Yo sé que tú sabías lo que pasaba. Ninguno decía nada y en ese silencio cómplice había tanto ruido que era ensordecedor. Tomaste el último bocado y te quedaste mirándome mientras yo acababa de comer. Me pregunto si tú también sentiste esta sensación de que algo va a pasar pero no sabes qué es. No saber la fuente de esa sospecha que no es sospecha sino hecho sin confirmar.

En cada bocado yo contaba el número de veces que masticaba porque tu silencio y tu mirada le hablaban a mi mente y yo no quería hacer parte de esa conversación. Nadie dijo nada pero porque ese era nuestro medio de comunicación. Ya estaba todo resuelto.

Al otro día decidiste irte. Empacaste todas tus cosas y me sorprendió que quisieras llevarte la piedra-pez. Claro, era un regalo que yo te había hecho pero no podía imaginarme esas noches sin conversar con ella. No podía imaginarme sin poder apretarla contra mi mano mientras miraba por la ventana hacia la calle y el sietecueros.

Yo había entablado un diálogo con una piedra y ambos nos teníamos el uno al otro. Había un lazo más allá de mi regalo del viaje. Pensaba en la naturaleza del diálogo que había mantenido durante esas noches. Pensaba en cómo había aprendido a conocerla. Tú no sabes cómo caracterizar cada una de sus caras. Su voz no existe para ti y, si alguna vez creíste escucharla durante algún intento de interrogatorio, no era más que un susurro absurdo salido de algún lugar de tu mente.

Te llevaste la piedra-pez ese día y cerraste la puerta del apartamento para siempre. Yo solo pude sentarme en el comedor a escuchar lo que habías dejado tras de ti. Escuchaba el rastro de tu partida como si las ausencias pudieran escucharse en el andar silencioso de la distancia. Frente a mí estaba la pecera vacía aunque aún con su agua hasta el borde. Pensé que se iba a desbordar pero luego escuché con más claridad ese silencio que había en el apartamento. Era un silencio que no era el de tu partida. Este era un silencio distinto, no era un silencio que se hacía lejano y abría un camino. Nada podía desbordarse con este silencio que, en vez de sobrepasar, contenía.

Esa noche dormí y empecé a pasar los días inventándome nuevas maneras de seguir jugando con el sietecueros. Después de todo, nuestras vidas, comparadas con la del sietecueros, serían muy cortas y él tenía que seguir jugando.

Ya que recibí la piedra-pez de nuevo, me la pongo ahora en el oído pensando que me puede decir algo, pero de ella solo sale un zumbido que no logro entender. La pongo en un vaso con agua pensando que eso es lo que le falta. No obstante, apenas la pongo en el agua, ella flota. Se queda flotando y chocando con las paredes del vaso. Asombrado sonrío tratando de entender lo que está pasando. La piedra-pez flota en el agua. ¿Que le hiciste a la piedra-pez? El sietecueros pega contra la ventana y hace sonar sus ramas. Y estamos la caja, el vaso, la piedra, el sietecueros y yo.
























Lee Ufan (Corea del sur, 1936) es un pintor, escultor, escritor y filósofo. Sus esculturas de piedras hacen parte de su serie 'Relatum'. "In Ufan’s installations space is at the same time untouched and engaged, at the confines between doing and non-doing. The relationship between painted / unpainted and occupied / empty space lies at the heart of Lee Ufan’s practice". Tomado de https://www.lissongallery.com/artists/lee-ufan
Agnes Martin (Canadá, 1932 - Estados Unidos, 2004) fue una pintora formada en el círculo del expresionismo abstracto de Nueva York.
"[H]er practice was tethered to spirituality and drew from a mix of Zen Buddhist and American Transcendentalist ideas. For Martin, painting was “a world without objects, without interruption… or obstacle. It is to accept the necessity of … going into a field of vision as you would cross an empty beach to look at the ocean" Tomado de: https://www.moma.org/artists/3787